Monday, November 13, 2006


Las seis varas de boj

© Julio Murillo Llerda. 2003


Cuentan que en la muy antigua ciudad de Damasco vivió, y de eso no hace mucho, un hombre que logró burlar al Genio del Tiempo. Se llamaba Selim. Los que le conocieron, pese a no ponerse de acuerdo en su edad, aseguraban que murió anciano. No obstante, coincidían, perplejos, en que no aparentaba más de cuarenta o cincuenta años a lo sumo. Su extraordinaria historia fue recogida, en los días finales de la Primera Gran Guerra, por un funcionario británico destacado en la capital; consignó muchas leyendas e historias durante los tres años que permaneció allí. Pero pocas como ésta.
Selim heredó siendo joven el próspero negocio de telas de su abuelo, un hombre respetado cuya mayor desgracia en la vida había sido la pérdida de su hijo mayor. Y sabe cualquiera, hasta un simple pastor del desierto, que la juventud no es tiempo de sabiduría, prudencia o contricción. A la muerte del padre de ese padre al que casi no conoció, Selim se entregó a una vida de derroche y desorden. Sus días se disipaban en medio de una inconsciencia tan insensata como alegre, y pocos recordaban a hombre más fanfarrón y mujeriego ni a madre más desesperada.
Ocurrió entonces algo que marcaría la vida de Selim por el resto de sus días. Una noche tuvo un sueño.
Se encontró en una habitación extraña, de alto techo, sin puertas ni ventanas. Miró a su alrededor y comprobó que estaba solo. Una alfombra, de fascinante filigrana y delicado dibujo, a medio tejer, atrajo poderosamente su atención. Cubría parte del suelo. Reparó también en unas grandes tinajas llenas de agua, junto a uno de los muros, y en una larga mesa, en el centro de la estancia, repleta de bandejas llenas de pasteles de miel y almendra y todo tipo de manjares y frutas. Un verdadero banquete. Algo más allá, en el extremo de la tabla, distinguió un libro amarillento, que no llegaría a abrir, un tintero y una vela ardiendo a medio consumir.
Apenas había observado todas esas cosas cuando una parte del techo desapareció y un extraño ser, imponente y sobrecogedor, envuelto en una tela de color pálido, irrumpió silencioso. No saltó directamente al suelo. Ante el asombro del joven comenzó a caminar por las paredes. Las recorrió varias veces, descendiendo más y más, hasta llegar hasta él. Tenía el aspecto de un anciano airado. Su mirada era terrible, sin fondo; sus labios finos y pequeños; la piel rojiza y el cabello largo y blanco. No pronunció ni una sola palabra. Alargó su mano y dejó caer a los pies de Selim seis palos, de madera de boj, de unos dos palmos de longitud y del grosor de un pulgar. Y después desapareció en menos de lo que se tarda en invocar el nombre de Alá.
Selim despertó sobresaltado, pálido. Se incorporó y alcanzó la ventana. Su corazón latía con fuerza. El aire parecía no satisfacerle. En el cielo tililaban, pacíficas, mil estrellas y bajo la suave luz de su distante parpadeo reconoció las azoteas, minaretes y cúpulas de la vieja Damasco. Ha sido sólo un mal sueño –se repitió una y otra vez–, una pesadilla sin sentido; mañana brillará el sol.
Sosegando su espíritu volvió a dormirse.
Como es voluntad del Único que a una noche siga siempre un día, la luz volvió a enseñorear los cielos y Damasco recuperó su pulso. Las calles se llenaron de mercaderes, artesanos, visitantes, hombres ociosos, mendigos y almuecines llamando a la oración. Y de ese olor dulzón que es suma de infinitas especias e inunda todas las ciudades de Oriente.
Selim abrió los ojos bien entrada la mañana. Se levantó, buscó sus babuchas y arrastró el paso hacia la puerta.
Una oleada de terror sacudió su cuerpo.
Un alarido escapó de su garganta.
Allí, junto a la entrada, abandonadas en caprichoso desorden, encontró las seis pequeñas varas de madera de boj que aquel ser había arrojado en su sueño.
A media tarde toda la ciudad hablaba de la extraña visión de Selim y de su turbador hallazgo. En las tiendas, en los mercados de ganado, a la puerta de las mezquitas, el chismorreo pasaba de unos a otros con la misma rapidez con que los dinares cambian de mano. Hombres y mujeres, en diferentes corrillos, aquí y allá, especulaban intentando comprender el significado del insólito sueño. Ni el imán más docto, ni los ancianos más venerables lograron descifrar el misterio de las seis varas de madera.
Pero las historias cabalgan sobre las silenciosas alas del viento y un soplo llevó la de Selim hasta una remota aldea en las montañas. Vivía allí, retirado, un hombre sabio y piadoso, casi ciego. Pasaba los días sentado bajo la fresca sombra de las parras escuchando el monótono triscar de las cabras y las ovejas por los riscos cercanos. Al oír el relato sonrió y pidió que alguien viajara hasta la ciudad, buscara al joven y lo condujera ante su presencia. Así se hizo. Pocos días más tarde, un demudado Selim llegaba a su casa. Tras el saludo y la zalema de rigor, tomó asiento junto a él.
Entonces, el anciano habló.
–Tu sueño, Selim, no deja lugar a dudas –afirmó con un hilo de voz–. Es fácil interpretarlo. La habitación en la que te encontraste en tu visión simboliza tu vida. Los alimentos sobre la mesa son todos los que podrás degustar antes de tu muerte; el agua, toda la que deberá aplacar el resto de tu sed; la vela, el brillo que aún puedes desprender en tus días y tus noches; el libro que no abriste contiene lo que está escrito, y sólo Alá conoce, y lo que aún puede ser escrito. Finalmente, el ser extraño y terrible que se manifestó ante tus ojos es el Genio del Tiempo, que cuenta todos y cada uno de los días de nuestra existencia.
–¿Y las varas? –balbuceó Selim–. ¿Qué significan las varas de boj?
Silencio.
–Los palos que arrojó el Genio a tus pies –prosiguió el sabio encarando un horizonte velado a sus ojos– son los años que te quedan de vida. Seis en total. Ese es el significado de tu sueño.
El joven tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no derrumbarse.
–Nada me has dicho acerca de la alfombra –adujo él–. ¿Qué significado tiene esa alfombra a medio tejer?
El sabio asintió levemente, en su rostro se dibujó una sonrisa apacible.
–Esa alfombra es tu única esperanza… –anunció el anciano–. Verás…, lo intrincado y fascinante del dibujo corresponde a nuestros actos en este mundo. Todos los tejemos día a día, lo sepamos o no. Las alfombras de algunas vidas hablan de telares que trabajaron mal, sin paciencia ni amor. Otras son verdaderas obras de arte y los actos de una sola vida no alcanzan a completarlas. La que tú viste la comenzó a tejer tu abuelo, que la dejó incompleta al morir. Lo que resta por hilar te corresponde a ti.
Un largo silencio sucedió tras lo que a Selim le pareció explicación acertada. Pese a todo, en su mente se agolpaban multitud de preguntas que no lograba articular. La voz del viejo, cansina, le devolvió a la realidad.
–La pregunta que buscas articular –advirtió suavemente– es la única que puedes formular. Te estás preguntando qué deberías hacer sabiendo lo que ahora sabes, ¿verdad?. Escucha bien, pues hablar me cansa y pensar aún más. Responde: ¿cómo crees que he llegado a mi edad sin que el Genio del Tiempo me haya convocado?
–No lo sé. Explicádmelo, os lo ruego –imploró Selim azorado.
–Debes saber, muchacho, que yo también soñé con él –reveló entonces el sabio–. Hace muchísimos años tuve una visión muy parecida a la tuya y entendí que aún disponía de tiempo para modificar el desenlace de mi historia en el libro de la existencia. Desde aquel día he tomado de la vida sólo lo que necesito para subsistir; no cargo jamás peso alguno, ya que nada tengo, e intento caminar de modo que ni las piedras crujan ni el polvo se levante a mi paso. Y nada más puedo decirte. Anda, márchate, y haz lo que tengas que hacer.
Durante el tiempo que Selim empleó en deshacer el camino hasta Damasco comprendió el alcance de las explicaciones del anciano. Vio el rostro desdibujado de su padre, al que apenas había conocido; también el de su abuelo, mirándole con resignación. Sentado a la sombra de unas palmeras, mientras el sol alcanzaba el cenit, supo lo que debía hacer.
Y esto es lo que se dice hizo.
Selim tomó las varas de boj. Utilizando un afilado cuchillo, con infinita paciencia, las partió verticalmente dividiéndolas en dos; y esas dos mitades, a su vez, en otras dos. Eso le ocupó semanas enteras. No podía arriesgarse a quebrar ninguno de aquellos palos. Obtuvo de este modo un total de veinticuatro finas y frágiles varillas de madera. Observó, con satisfacción, que casi dos terceras partes de ellas soportarían, siempre que lo hiciera con exquisito cuidado y ánimo impecable, ser divididas nuevamente. Al cumplirse un año del sueño sus manos estaban repletas de cortes y cicatrices que sangraban con facilidad, pero tenía cuarenta finísimas varillas envueltas, una a una, en la mejor de las sedas que las caravanas de Oriente transportaban, por la antigua ruta de los nabateos, hasta Damasco.
Y ni una más.
Acometer semejante tarea había transformado a Selim por completo. Le había infundido determinación y propósito, también paciencia y un nuevo sentido de la mesura. Nada en su rostro recordaba al joven irreflexivo y licencioso de antaño. Cedió el gobierno de sus bienes a su único primo, y los beneficios que éste le entregaba los repartía entre todos los que se le acercaban. Vivía con la frugalidad de un asceta; bebía el agua a pequeños sorbos y masticaba cantidades ínfimas de alimentos cada vez. Se movía como una hoja al viento por plazuelas y mezquitas, y pasaba las tardes sentado bajo la sombra de los árboles, ajeno al mundano trajin de las gentes.
Cada año, durante seis años, el Genio del Tiempo se le apareció en sueños. La misma noche, en la misma habitación de ensueño.
En cada ocasión reclamaba uno de los palos y se desvanecía.
Superado el sexto año, Selim supo que había vencido.
Seguía vivo, sabio y silencioso.
Treinta y cuatro años tardaría el Genio del Tiempo en reclamar la última de las varas de madera de boj.
Para entonces Selim era capaz de caminar sin levantar siquiera el polvo del camino.
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